Por más que deteste viajar y considere no hacerlo una suerte de declaración política -«el turista viaja por el infierno del igual, circula como si fuera mercancía», defiende-, pero hizo una excepción y viajó a Barcelona a presentar una conferencia, sobre su ensayo «La expulsión de lo distinto» en la que los organizadores sugirieron no hacer preguntas obvias.
En realidad, tanta prevención está de más ya que Byung-Chul Han (Seúl, 1959) no es, al menos hoy, el tipo esquivo y retraído que, aseguran, apenas intenta disimular su alergia a los periodistas. Es más: en cuanto toma asiento, la nueva superestrella de la filosofía contemporánea se arranca con un extenso parlamento, quién sabe si para demorar las preguntas, en el que aprovecha la publicación en España de «La expulsión de lo distinto» (Herder) para orillarse hacia terrenos de la actualidad política. ¿La frase estrella? «Si Puigdemont promete volver al animal original, yo me hago separatista».
Una provocación irónica con la que el autor de ese hito que es «La sociedad del cansancio» (sólo en España ha vendido más de 25.000 ejemplares) calza una cuña de un posible ensayo sobre el concepto filosófico de animal original y, poco amigo como es de los nacionalismos, reta al expresidente catalán a recuperar la esencia primitiva de ese ser que, como decía Lafargue, «no consume ni comunica». «El ser humano ha perdido la originalidad del mismo modo que hemos perdido la belleza original. Hemos perdido lo que éramos en esencia», sostiene.
Infierno de lo igual
Ese animal original, insiste Han, es la antítesis de lo que somos hoy en día. La sociedad postindustrial, explica, nos ha despojado de esa belleza original para convertirnos en «un flujo de datos y en una unidad controlada». «La globalización nos ha hecho perder la belleza original», insiste. Es por eso que en su más reciente ensayo alerta sobre ese «infierno de lo igual» al que nos aboca una época de hipercomunicación, sobreproducción, exceso de información e hiperconsumo. «La globalización consiste en la superación de las barreras: cuanto más iguales sean las personas más aumenta la circulación de capital y de información. Sin este ciclo no habría capital; de ahí que todo el mundo sea igual como consumidor», relata. También en ese proceso de globalización encuentra el filósofo surcoreano una explicación a la proliferación de nacionalismos y movimientos identitarios en el seno de la Unión Europea. «La verdad, como decía Hegel, es la reconciliación entre lo especial y lo general, que en este caso no es posible, ya que unos combaten con los otros y surgen movimientos populistas e identitarios que ven la globalización como algo abstracto que no está ligada a ningún sitio. Hace falta una Unión Europea con unión de corazones, sentimientos y razón», explica.
Han, que llegó a Alemania a los 26 años para seguir con sus estudios de Metalurgia (eso es por lo menos lo que le dijo a sus padres) y acabó estudiando Filosofía y Literatura Alemana y Teología en las universidades de Friburgo y Múnich, respectivamente, se ha convertido en una celebridad gracias a este tipo de diagnósticos y a su feroz retrato de una sociedad en la que la interacción y la interconexión no hacen más que ahondar en el egocentrismo y, en última instancia, en la autodestrucción. «Idiota es el que no se comunica, el que está ocupado consigo mismo, y eso está muy extendido ahora que nadie escucha al otro -explica-. Somos personas que estamos en red, sí, pero no estamos unidos: la comunicación actual se basa en no escuchar».
Como si fuese ganado
El otro, insiste, desaparece sepultado bajo toneladas de «»likes, «selfies» convertidos en ilusiones de libertad y esos «atracones de series» con los que se ceba al consumidor como si fuese ganado. «La comunicación digital es una fase debilitada de la comunicación, ya que no trabaja con todos los sentidos», subraya. La gran paradoja, añade, es que «la interconexión total y la comunicación no facilitan el encuentro con otros». Al contrario: sirven para «encontrar personas iguales y que piensan igual».
Le comento también que en en el libro apunta que el arte tiene la obligación de «revocar la tradición a lo extraño» y preservar la diferencia. ¿Lo está consiguiendo? Han señala que «el arte, de hecho, está al servicio del consumo. Ha degenerado en narcisismo. Actualmente se pagan por obras de arte unas cantidades que son auténticas barbaridades, por lo que se ha entrado de pleno en la lógica consumista. El arte ha sido víctima de este sistema y se ha convertido en parte del mundo. Si fuese ajeno, constituiría una narrativa nueva que es muy necesaria». La crítica de Han, sin embargo, no se limita al arte. Va mucho más allá. «Vivimos en una época de conformismo radical», alerta antes de afear otro de los modelos que él, profesor de Filosofía en la Universidad de las Artes de Berlín, conoce: el académico. «Las universidades ya no son sitios de formación humana, sino de formación profesional», apunta.
Trabajar la tierra
Frente a eso, el autor de «Topología de la violencia» incide en la necesidad de «politizar nuestro mundo y nuestro pensamiento». «En la universidad lo que intento es crear personas políticas», destaca. Personas que, como él, decidan no viajar (con contadas excepciones) «para no alimentar los flujos de capital» y entiendan que «los datos y las máquinas han de estar al servicio de las personas, no al revés». «Internet y los datos son herramientas de soporte como puedan serlo una sierra y un martillo, que sirven para cortar madera y construir casas. Mal utilizada, sin embargo, una sierra también sirve para cortar cabezas», ilustra. Él mismo se pone como ejemplo a la hora de ilustrar lo que es vivir de una manera de diferente. «Estoy rodeado de cosas analógicas. En mi habitación tengo una «jukebox» de 200 kilos y dos pianos que pesan 400 kilos. Escucho música con un amplificador analógico, porque la música analógica tiene una frecuencia diferente, que es la frecuencia que da la felicidad», detalla.
También está, claro, ese jardín «secreto» que ha cultivado durante los últimos tres años del que hablará en su próximo libro y con el que defiende que «trabajar la tierra es una manera de hacer política». «Te permite el contacto con la tierra, con la realidad. Es una manera de activar todos los sentidos y admirar la alteridad de la tierra. El trabajo físico te hace notar el peso del esfuerzo, algo que lo digital no tiene; no tiene olor ni ofrece resistencia», destaca.
Información: David Morán, ABC España.